La inteligencia artificial debe entenderse, en primera instancia, como una herramienta complementaria a la humanidad, pues amplifica las capacidades humanas al optimizar procesos, facilitar la gestión de grandes volúmenes de información y apoyar la toma de decisiones en ámbitos como la salud, la educación y la ciencia. Sin embargo, su carácter complementario puede transformarse en competencia cuando no se establecen marcos regulatorios, éticos y educativos que garanticen un uso responsable. En ese escenario, la IA podría desplazar empleos, aumentar desigualdades y concentrar poder en pocos actores. Por tanto, más que clasificarla de manera absoluta, es pertinente reconocer que la IA tiene un potencial dual: puede ser una aliada estratégica para el progreso o una competencia que genere tensiones sociales, dependiendo de las decisiones colectivas que se tomen respecto a su implementación