El martes pasado, después de una fuerte lluvia en Santa Marta, mi vecino de 70 años comentó mientras barría el patio: «Antes esto olía a vida… ahora solo huele a mojado».

Su frase me dejó helado. Esa noche busqué mi viejo álbum de fotos y encontré una imagen de mí a los 8 años, revolcándome feliz en el lodo después de un aguacero en el patio de la casa de mi abuela donde tengo tantos recuerdos de mi infancia donde solo me preocupaba por mis juguetes. Entonces lo entendí: estamos perdiendo un lenguaje sensorial completo y ni siquiera nos hemos despedido, esto perjudica múltiples momentos en nuestra memoria y la forma en la cual se las podemos compartir a las futuras generaciones. Pensé mucho y mucho y logre matizar que…
Cualquiera puede hacer este experimento triste
La prueba del recuerdo:
Pregúntale a alguien mayor conocido o desconocido de manera formal: «¿Cómo olía la lluvia en tu juventud?» Verás cómo sus ojos brillan al describirlo, se emociona cuando lo cuenta y probablemente se le salga una que otra lagrima. Luego pregúntale a un adolescente. La diferencia te romperá el corazón. O también, pregúntale a un pescador de Taganga cómo olía la lluvia cuando el muelle aún era de madera y estaba conservado. Luego pregunta a un vendedor del Mercado Público. Sus respuestas son museos vivientes de aromas extintos.
Esa brecha generacional en nuestras narices es el termómetro más honesto de lo que hemos perdido. No es que los jóvenes no sientan curiosidad… es que nunca tuvieron la oportunidad de conocer ese lenguaje olfativo (la gran mayoría no digo que todos).
Por qué funciona:
Es replicable: Cualquier estudiante puede hacer la prueba hoy mismo
Emociona: Muestra cómo los recuerdos olfativos son poderosos
Genera impacto: El contraste es brutal pero real
Invita a actuar: «¿Qué haremos para que dentro de 20 años alguien aún pueda responder esta pregunta?»
Actos de resistencia aromática:

Jardinería rebelde: Plantar menta, hierbabuena o romero en macetas rotas o latas recicladas. Cuando llueva, liberarán aceites que imitan -a pequeña escala- ese olor perdido.
Archivo de fragancias fugitivas: Guardar en frascos:
Tierra seca del jardín de la abuela
Hojas de mango secas Arena de la playa de Taganga
…y abrirlos cuando llueva para crear tu propio «aroma de lluvia» casero.
Educación clandestina:
Enseñar a un niño a reconocer el olor a tierra mojada. Hacerlo pisar charcos de lodo con los ojos vendados y adivinar: «¿A qué huele? ¿A metal? ¿A química? ¿O a algo vivo?».
Estas no son soluciones… son rituales de duelo activo. Pequeñas formas de mantener viva la memoria olfativa mientras el mundo sigue pavimentando.
El petrichor:
¿Alguna vez has abierto un libro viejo y ese olor a páginas olvidadas te transportó a tu infancia? El petrichor es algo así, pero en versión naturaleza: es el ‘perfume’ que la tierra libera cuando la lluvia cae después de días secos.
Imagina esto:
Paso 1: El suelo está sediento (como cuando dejas tu café olvidado al sol).
Paso 2: Las gotas golpean la tierra y activan bacterias Streptomyces (¡sí, las mismas que dan ese olor a ‘libro mojado’!).
Paso 3: Se mezclan aceites de plantas estresadas por el calor (como si las hojas sudaran aroma)
Resultado:
Un olor que los humanos podemos detectar antes de que llegue la tormenta (¡nuestra nariz es 200 veces más sensible a esto que el olfato de un perro para el chocolate!)
Ahora haz la prueba: la próxima lluvia, busca un parche de tierra (aunque sea en una maceta), cierra los ojos e inhala. Si huele a… ‘Tierra de cementerio’ (en el buen sentido): eso es geosmina (el compuesto estrella del petrichor) ‘Hierba recién cortada’: son los aceites vegetales bailando ‘Nada’: probablemente estés sobre concreto… y eso es justo el problema.»

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