Por: Milagro del Carmen Ponce Montes
Era un día cualquiera del mes de junio de 1984 y bajo la complicidad de la noche corrí a casa de mi tío Juan Suárez a comprar mamones. Mi niñez de entonces me permitía saltar a toda prisa piedras y desniveles en las calles semi alumbradas del pueblo, recuerdo que mi mamá me había dicho: “pero ya aquí”, un imperativo que significaba la inmediatez con la que debía regresar a casa y que tenía que cumplir, so pena de no volver a salir.
De regreso, pasé a toda prisa por la inspección de policía, vi a los agentes sentados despreocupados en el frente de ella. Acababa de llegar a casa cuando un grupo de muchachos, vestidos con prendas militares y fuertemente armados, pasaron frente a nosotros. Mientras disfrutábamos los dulces mamones, alguien dijo: ahí va el ejercito y mi hermana Francia Helena, con cierto nerviosismo, anotó, esos no son del ejercito, vámonos pa dentro.
Sólo transcurrieron algunos segundos después de haber entrado a casa, cuando escuchamos disparos al aire y voces en coro gritando: Viva Patria Libre, sentimos entonces la gente correr, escuchamos las puertas cerrarse fuertemente, los tiros incesantes y los gritos en aumento, fueron momentos interminables, imborrables y atemorizantes, la magia de la paz y de la tranquilidad en El Salado comenzó a convertirse en zozobra.
Al cabo de una hora, o dos tal vez, el silencio se volvió brutal, los disparos cesaron, la brisa no se sentía y sólo después de algunos minutos más, escuchamos gritos de dolor, llantos de impotencia y carreras hacía la inspección de policía. Habían asesinado a uno de los agentes. Después de esto, el acoso guerrillero, aunque esporádico fue cada vez más fuerte y el miedo ya hacía parte integrante de nuestra cultura.
Con el pasar de los días, de los meses y de los años, el abandono estatal se hizo más notable, los vacíos institucionales eran cada vez mas desesperanzadores y las organizaciones guerrilleras como el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y finalmente las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) tomaron al pueblo dentro de sus cálculos estratégicos y su presencia atemorizante en los caminos que los circundaba y muchas veces los recorridos que hacían dentro de él, dio lugar a la estigmatización de sus pobladores como subversivos, a llevar sobre sus hombros, ya no los bultos de tabaco, de leña o de pan coger, sino el criminalizante termino “Guerrilleros de civil”. Este rótulo no sólo convirtió a la comunidad en objetivo militar, sino que constituyó una especie de marca social de exclusión o segregación.
Así comenzó una relación forzada, El Salado tenía que ser su aliado o su enemigo, comenzó entonces una época de coacción y de amenazas. El historiador Carlos Miguel Ortiz señala que una vez instalado el actor armado en el territorio, «la mayoría de los habitantes tienden a aceptar como un hecho su autoridad, fundada únicamente en el uso y la intimidación del arma […] Esa aceptación de facto de la nueva autoridad aparecida y de sus acciones, es una actitud de pasividad que nace espontáneamente de un cálculo implícito de los habitantes sobre la correlación de fuerzas desfavorable como estrategia de sobrevivencia, y no una adhesión surgida de intereses comunes coincidentes con los armados, ni siquiera del reconocimiento de estos como alternativa promisoria, sino de una situación pasajera que es preciso aceptar porque no se ven posibilidades reales de trastocarla» (Tomado de Centro Nacional de Memoria Histórica)
Abandonados a nuestra suerte se inician en pequeñas proporciones los desplazamientos de habitantes y el grado de control del territorio por parte de las Farc era casi absoluto. La noticia ya era vox populi y la incursión de la fuerza pública comenzó a desarrollarse en operaciones militares transitorias, pero sólo cuando ésta desplegó una acción militar continua y sostenida, el control territorial de la guerrilla empezó a declinar para iniciar otra modalidad de violencia, ahora bajo el yugo paramilitar.
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