Por: Milagro Ponce Montes
Para la época en la que se llevó a cabo la masacre de El Salado, aún estaba cursando mis estudios de Derecho en la Universidad Cooperativa de Colombia, seccional Santa Marta. Los temas de violación de derechos humanos en el mundo, que se trataban en los encuentros académicos con los docentes, parecían tan remotos y en algunas oportunidades inverosímiles, pero estaba lejos de imaginarme que toda la teoría recibida en clases sería apenas un apéndice de todo un mundo de dolor y espanto sufrido por personas muy cercanas a mí y precisamente en ese pueblo que me vio crecer.
Con el paso del tiempo, cuando la verdad ya era inocultable, cuando los paramilitares comenzaron a reconocer sus crímenes, cuando la prensa después de prestar sus cámaras y micrófonos a quienes masacraron toda una población, salían ahora como pseudo promotores de una recuperación social en El Salado, cuando El Estado no podía esconder su culpabilidad y su participación en esta masacre; solo entonces los hombres y mujeres víctimas de este pujante pueblo, dejaron de llorar, se hicieron los fuertes y salieron a reclamar sus derechos, a decir sus verdades, a contar sus miedos, a exteriorizar sus desesperanzas y a visibilizar una tragedia mucho más profunda que la que hasta ese momento se conocía.
Cuando se hablaba de la masacre de El Salado se hablaba de todo, menos de las violaciones a que fueron sometidas las mujeres. Este horror no era nuevo, la historia muestra cómo las mujeres han sido utilizadas como arma de guerra, en todos los conflictos vividos. el impacto desproporcionado del conflicto armado en la vida de las mujeres y las niñas, como consecuencia de la violencia que los actores armados ejercen contra ellas en razón de su género, genera la necesidad de hacer visible ese dolor y conquistar la visibilidad.
La masacre de El Salado tiene una particular relevancia desde una perspectiva de género por el muy alto número de mujeres victimizadas. Los paramilitares en busca de sembrar el terror convirtieron el cuerpo de la mujer en un campo de batalla. Se lee textualmente en el informe de Memoria histórica que “En el Salado los asesinatos y las torturas afectaron a hombres y mujeres, mientras que las violaciones y agresiones sexuales tuvieron como víctimas exclusivas a las mujeres. La mayoría de las mujeres ejecutadas en la plaza pública, de manera similar a los hombres, fueron golpeadas, amarradas con cuerdas y apuñaladas, pero hubo un énfasis en la sexualidad cuando los paramilitares se refirieron a ellas, pues sus insultos y sus gritos se centraron en la vida íntima que compartían con los «enemigos». ( Página 94)
La primera mujer víctima fue Neivis Arrieta, acusada por los paramilitares de ser la novia de un comandante guerrillero. En este caso particular, como mujer fue atacada y vulnerada sexualmente de forma brutal para humillar y deshonrar al enemigo, utilizando un recurso sexual, y también como una manera ejemplarizante de castigar a las demás por sus vínculos afectivos con la guerrilla. El «empalamiento» que practicaron los victimarios con ella, es ilustrativo de la prolongación del campo de batalla en el cuerpo sexuado, y allí el enemigo puede ser también derrotado.
Yirley Velasco, una salaera que se sobrepuso al dolor, a la angustia y a sus miedos dijo en una entrevista “viví lo más horrible que le puede pasar a un ser humano, abusaron de mi cuerpo, abusaron de mí. En ese momento me mataron” y su mamá aun con la mirada perdida recuerda en esa misma entrevista “cuando me entregaron a mi hija y ella se desmayaba porque la violaron, yo no podía llorar, porque no se podía llorar”.
Estudios psicológicos, sociológicos y antropológicos coinciden que la violencia contra la mujer es entendida como un castigo “por el vínculo «privado» que sostienen con los enemigos”. A través de ellas y de forma ignominiosa como ocurrió en El Salado se deshonra al enemigo y se humilla a los hombres por su incapacidad para brindar protección a sus mujeres. El ataque material y simbólico a la reproducción del «enemigo» se extiende hasta el ataque físico contra partes del cuerpo que se asocian con la maternidad, como el vientre o los senos. Golpear a las mujeres con palos en el abdomen no es fortuito, es golpear el vientre que representa social y simbólicamente el recipiente de la vida, tal como le sucedió a Margoth Fernández y a Francisca Cabrera.
En el contexto de ese diabólico conflicto, la violación en algunos casos, es considerada de menor importancia “porque no fueron torturadas como los hombres, porque ‘sólo’ fueron violadas en venganza, pero las dejaron vivas”. Es como escuchar la irracionalidad en su máxima expresión, es decir que además del terror vivido tendrían que agradecerles el favor de dejarlas vivas.
Estos elementos han sido valorados por organismos internacionales tales como la Corte Penal Internacional (CPI) y el Estatuto de Roma, entre muchas otras, y en sus nuevos ordenamientos jurídicos han definido que “se reconoce la violencia sexual no solo, estrictamente, como crimen de guerra y de lesa humanidad, sino que, además, cuando concurren ciertos elementos, resulta susceptible de ser entendida como práctica genocida.
Además de ello, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) conceptúa que cuando los conflictos se alargan, la violencia sexual deja de ser un arma para formar parte de la normalidad. Y eso es precisamente lo que pasa en países donde se superaron guerras como en Costa de Marfil, Bosnia o Nepal; o en los que todavía viven bajo la violencia como Yemen, Siria, Colombia, Sudán del Sur o la República Democrática del Congo.
A pesar que en la guerra al diseñar estrategias para la destrucción del enemigo, se considera el cuerpo de la mujer, como un arma más eficaz que una bomba, hay además, características de la victimización de las mujeres que resultan invisibles, pero no por ello tiene menos afectación; en El Salado, algunas mujeres fueron obligadas a cocinar, lo que representa una doble humillación para ellas, pues no sólo debieron proveer el alimento a quienes estaban matando a su pueblo, sino que además debían «servir » a sus verdugos.
La vida continua, las esperanzas reverdecen y tal como dice la activista de DDHH de los Montes de María, Soraya Bayuelo “Tenemos que echar pa lante, secarnos las lágrimas, amarrarnos las abarcas, apretarnos el cinturón y cogé la vida en peso pa echá pa delante”, así mismo debemos tener presente que “la construcción diaria de las verdades no solamente es un derecho, es un deber para reconstruir de nuevo este país”. (Darla Cristina Gonzalez, Mujer transgénero en la Comisión de la Verdad)
Hoy, después de 21 años de esa masacre, en medio de un conflicto que no es nuestro y a pesar de las situaciones de abandono y desidia estatal que afrontan las mujeres de El Salado, paradójicamente ese mismo conflicto armado ha hecho que se organicen para la resistencia, para la reconstrucción del tejido social y la lucha de sus derechos, así lo ha demostrado heroicamente Yirley Velasco quien sostiene que “A pesar de haber vivido tantas cosas horribles en mi vida, entendí que no me mataron el 18 de febrero del 2000 (día de la violación) porque sigo viva, sigo luchando, sigo acompañando en estos momentos a 160 mujeres de las diferentes veredas de El Salado y del Carmen de Bolívar y que no me quedé en la condición de víctima, sigo viva, sigo luchando y lo que no me arrebataron y creo que no me van a arrebatar es mi sonrisa y mis ganas de seguir viva y de seguir apoyando y de seguir exigiendo nuestros derechos.
Mi eterna admiración a la mujer Salaera
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