Sí, crecimos –y muchas siguen creciendo– en una sociedad que se sostiene sobre una idea básica: el hombre manda, la mujer obedece. El patriarcado no es un cuento viejo, es una estructura viva que ha moldeado generaciones enteras. Desde pequeñas nos dijeron qué hacer, cómo comportarnos, a quién agradar, qué soñar y qué no.

Porque soñar con libertad no era para nosotras. Lo nuestro era ser “el apoyo”, “el ángel del hogar”, “la que cuida”. Qué conveniente, ¿no?

Desde niñas, muchas mujeres hemos sido educadas para poner en el centro de todo a los otros: el papá, el hermano, el novio, el esposo, los hijos. Nos enseñaron que nosotras venimos al mundo para cuidar, complacer y sacrificarnos. Así, como si no fuéramos personas con deseos, sino extensiones del bienestar de los demás. Y cuando crecimos, ese guion ya estaba tan metido en la cabeza, que creíamos que era lo “natural”.

 El patriarcado dejó marcas emocionales profundas:

Nos hizo sentir culpa por pensar en nosotras mismas, miedo por hablar alto, vergüenza por desear algo más que una familia.

Nos enseñó que si no encajábamos, si queríamos ser autónomas, libres o simplemente diferentes, éramos malas mujeres, egoístas, locas o fracasadas.

La autonomía femenina era una amenaza. Por eso nos vistieron con reglas:

• No te pongas eso que “provocas”.

• No hables tanto que pareces mandona.

• No salgas sola que es peligroso.

• No pienses diferente, que eso no es de señorita.

Porque claro, una mujer que se sale del molde es peligrosa. Y lo peor es que muchas veces no fueron los hombres quienes más nos juzgaron… fueron otras mujeres.

Y ahí está lo más perverso del sistema patriarcal: que ha logrado que las mujeres reproduzcan su propia opresión sin darse cuenta.

Muchas mujeres que no lograron conquistar su autonomía, hoy ven con malos ojos a las que sí lo intentan.

• La que no quiere casarse, “está desubicada”.

• La que decide no tener hijos, “se va a arrepentir”.

• La que se pone lo que quiere, “no se da a respetar”.

Esa reproducción del patriarcado de generación en generación no es por maldad, es por trauma, por miedo, por costumbre.

Porque romper con eso no solo es rebelarse ante el mundo, es también tener que mirar hacia adentro y decir: “todo lo que creí que era correcto… puede que haya sido una jaula disfrazada de amor, deber o tradición.”

Y eso, duele.

 Declarar la autonomía no solo nos hizo “diferentes”, nos hizo peligrosas. Porque dejamos de ser funcionales al sistema.

Dejamos de ser las esposas perfectas, las madres abnegadas, las mujeres “de bien” que saben quedarse calladas.

Y claro que eso trae rechazo, señalamiento, soledad.

Pero también trae luz, sentido, fuerza.

Porque vivir con autonomía no es fácil, pero vivir sin ella es vivir a medias.

Ya no podemos seguir aceptando un mundo donde ser mujer autónoma sea sinónimo de mala mujer. Donde pensar por una misma sea visto como traición a lo que “deberíamos ser”.

Somos la generación que está sanando lo que otras no pudieron decir.

La que rompe con lealtades inconscientes.

La que está cansada de cargar culpas que no le pertenecen.

Y si eso nos hace “malas mujeres”… pues bienvenidas al club de las mujeres que ya no tienen miedo a ser libres.

T0 dieron "Me gusta"Publicado en Antropología y Género, Blog, Derecho, Humanidades

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