Durante un largo tiempo llegué a pensar que ser una buena mujer significaba estar disponible siempre, sin faltas, sin pretextos, sin excusas. Estar atenta a escuchar, sin pasar por alto ningún detalle, ninguna palabra, ningún sonido por más mínimo que esté fuese. Poder ayudar y resolver sin importar la situación, ni de quién se tratase. Como si el amor se midiera en cuántas veces decía “Sí” aunque quisiera decir “No”. Nos enseñaron a cuidar, a sostener, a entender, a callar, a obedecer, a cargar con los silencios de otros, a poner la sonrisa, aunque tuviéramos nudos en la garganta, a sentir culpa por descansar. Porque ser “para los demás” era la única manera de valorarnos… Nos enseñaron a ser indispensables en la vida de los demás, pero no nos enseñaron a ser protagonistas de la nuestra.
Es por esto que un día me pregunté: ¿Y si por primera vez me elijo a mí? ¿Si por una vez me pongo en el centro, sin pedir permiso ni justificar? No fue fácil. No lo es. Porque aún cuando queremos hacer cambios, la culpa se manifiesta de distintas formas tales como el miedo, la duda, e, incluso esa voz que nos susurra “estás siendo egoísta”. Y aún cuando lo llegué a considerar, supe que más allá de ser egoísta, era una necesidad. Querernos no debería ser una meta por lograr. Pues, debería ser nuestro punto de partida.
Pero, cuando has vivido creyendo que lo correcto es postergarse, dejarse para después de, (aunque ni tú sepas después de qué) empezar a priorizarse se siente casi cómo romper una promesa sagrada. Y, sin embargo, es urgente. Es urgente descansar sin culpa. Decir que no sin explicaciones. Habitar el silencio sin tener que llenarlo con tareas. Dejar de salvar a todo el mundo, cuando tú también estás intentando mantenerte a flote. Romper el molde sin romperse. Este no es un discurso de “hazlo sola y ya”. No se trata de rechazar el amor o el acompañamiento. Se trata de entender que el cuidado no es solo hacía afuera, también es hacía adentro.
Podemos cuidar a otros sin perdernos en el intento. Podemos acompañar sin desaparecer. Podemos amar sin desdibujarnos. Romper con el deber constante de ser útiles no significa dejar de ser solidarias. Significa darnos el derecho a existir por lo que somos, no solo por lo que hacemos por los demás. Elegirse también es un acto de amor. Sí, quizás elegirnos no se vea como una gran revolución, pero por muy pequeña que empiece esa elección puede llegar a ser la más grande guerra que jamás nadie ha batallado. Ese acto tan simple como dormir temprano, apagar el celular un rato, caminar solas sin apuros, comer algo que nos gusta sin pensar en la dieta, decir “no puedo” sin culpa. Es sin duda alguna la semilla de algo más grande: el derecho a ser suficientes para nosotras mismas. Hoy, más que nunca, quiero recordarme que no tengo que demostrar mi valor a nadie. Que puedo cuidarme sin dejar de cuidar. Que puedo ser mía sin dejar de ser parte. Y tú, ¿Cuándo fue la última vez que te elegiste?.
T0 dieron "Me gusta"Publicado en Antropología y Género, Desarrollo personal
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